LEYENDAS MARGARITEÑAS:
El Caballo Descabezado
Felipe Natera Wanderlinder
En los primeros
años de la conquista, un pescador de perlas, de nombre Juan, de origen griego
vino a América en pos de aventuras, reunía preciosas gemas. Vivía en La Vecindad
de Martínez, en una casita ubicada en la cima de una colina, frente al mar;
para contemplar así la hermosa bahía que divisaba a lo lejos y en donde tenía andado
el velero airoso y veloz para internarse en la inmensidad marina. Para llegar a
la playa montaba un brioso caballo que era su más fiel compañero.
Las perlas que
extraía del fondo del océano las guardaba en talegos que colgaba debajo de la
montura a fin de llevarlas siempre consigo para librarse que le fueran robadas.
Juan tenía fundados
temores. La codicia de los hombres venidos al Nuevo Mundo para alcanzar riqueza
fácil, era manifiesta. Se perpetraban crímenes; abundaban ya las víctimas.
Aquellos que laboraban, quienes se dedicaban a las faenas del mar y lograban
reunir el producto de un trabajo honrado y agotador, eran liquidados. Desaparecían
vidas y riquezas; por eso Juan tomaba las precauciones necesarias.
Y la vida de aquel
hombre transcurría siempre con la esperanza de volver a la tierra que lo vio
nacer y llevarse el tesoro nacarino. Se sentía inmensamente rico. Abrigaba la
idea de regresar a unirse con la mujer adorada que un día, entre lágrimas, dejó
allende los mares. Pero pasaban los años y el insaciable deseo de querer
acumular más y más perlas lo retenía en las doradas costas de La Margarita. El
compromiso contraído con la novia, ya era lejano recuerdo que se desvanecía en
su mente y en el tiempo.
En el Alto del
Moro, que así fue bautizado el lugar, por las tardes, cuando el sol declinaba y
las sombras cubrían la tierra, Juan tomaba asiento en el umbral de la puerta de
la vivienda. En las espirales del humo de la pipa que fumaba se iban los
pensamientos que confusos y en tropel le venían. En una ocasión la luz de un
relámpago hirió la noche que esperaba a lo lejos el retumbar del trueno. Se
dejó sentir la lluvia que comenzó a caer bulliciosa, y el anciano se retiró a
su lecho con el corazón lleno de presentimientos.
Al día siguiente, a
la entrada del poblado, una banda de forajidos sorprendió al viejo Juan; lo
derribaron de su cabalgadura, lo ataron a un árbol del camino en infamante
suplicio. Tomaron para ellos los talegos de perlas. Al caballo lo descabezaron.
Juan lloraba y pedía misericordia y por respuesta, sin la más leve piedad,
también le cortaron la cabeza. Amo y animal permanecieron expuestos ante la
mirada atónita de los que por allí pasaban.
El horroroso crimen
sacudió las fibras más íntimas de los pocos habitantes del lugar y cuando quisieron
vengar la muerte de aquel hombre, los asesinos huyeron, sin que se supiera más
de ellos.
En cierta época del
año, en el silencio de la alta madrugada, los perros aúllan, el graznido del chaure se hace penetrante y agudo. Las gallinas,
en las ramas de los árboles, se espantan y erizan. Un lamento parece percibirse
y luego el partir veloz de un caballo por la calle larga de la aldea. El
comentario cobra vigencia: es el Caballo
descabezado, es el Moro que parece aferrarse a la tierra con las ansias insatisfechas
de seguir atesorando perlas, las que ofreció a la mujer de sus ensueños y que
olvidó cegado por la ambición desmedida. El Descabezado, envuelto en las
tinieblas, galopa, galopa, con su leyenda de siglos.
Fuente:
Felipe Natera Wanderlinder (1973). “Leyendas
Margariteñas: El Caballo Descabezado”. Publicado en la revista
Margariteñerias. Edición Aniversario: La villa de Santa Ana en los 25 años de
Margariteñerias (1997), Tomo I, p. 71-72.
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