Túpac Amaru
Túpac
Amaru por M. Casahuringa, s/f.
Autor:
Felipe Pigna.
Justo es reconocer
que el discurso del poder ha sido y es muy sabio. Decenas de generaciones de
argentinos han crecido sabiendo cómo murió Túpac Amaru sin recordar cuál fue el
motivo de su último suplicio. Así, el último Inca no ha quedado en el
imaginario colectivo como el símbolo de la libertad americana sino como el más
gráfico ejemplo del descuartizamiento.
Todos los
historiadores serios coinciden en señalar que se trató del movimiento social
más importante de la historia colonial del continente. Y los más recalcitrantes
hispanistas admiten que el imperio corrió un serio riesgo de desaparecer. Pero
como los planteos de Túpac suenan tan actuales y como sus reivindicaciones
sueñan aún hoy el sueño de los justos, sigue siendo prudente que la gente
recuerde sólo lo que les pasa a los rebeldes cuando se toman demasiado en serio
su rebeldía, sin interiorizarse demasiado de las injusticias atroces que
condujeron al levantamiento que enarbolara los más justos reclamos.
De un lado estaba
la milenaria civilización incaica y sus herederos, que peleaban por lo suyo,
por sus tierras, su cultura y su derecho a una vida digna. Del otro, la
barbarie de los invasores, cuyo único dios era el oro, la plata y la codicia,
que no reparaba en muertos. Los castigos inflingidos a la familia de José
Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru) dejan muy en claro de qué lado de la
ecuación civilización o barbarie estaba cada uno.
Las reformas
borbónicas, implementadas por Carlos III a fines del siglo XVIII, con su afán
centralizador y recaudador, significaron un aumento del trabajo y la opresión
de los indígenas.
En el Perú en 1780,
un descendiente de los incas, José Gabriel Condorcanqui, tomó el nombre del
último emperador de los Incas, Túpac Amaru, que había sido asesinado por el
virrey Francisco de Toledo, y encabezó una rebelión de indígenas y
mestizos contra el poder español.
Condorcanqui había
nacido en el mes de marzo del año 1740 en la provincia peruana de Tinta, actual
Perú. Heredó los cacicazgos de Pampamarca, Tungasuca y Surimaná y una
importante cantidad de mulas, que lo convirtieron en un cacique de buena
posición dedicado al transporte de mercaderías. Cuando acababa de cumplir 20
años, se casó con quien sería el amor de su vida, Micaela Bastidas Puyucawa.
La creación del
Virreinato del Río de la Plata en 1776 perjudicó seriamente al Virreinato del
Perú. El cierre de los obrajes, la paralización de las minas y la crisis del
algodón y el azúcar provocaron el incremento de la desocupación y la pérdida
para miles de indígenas de sus míseros ingresos. Ante esta situación Túpac
presentó una petición formal para que los “indios” fueran liberados del trabajo
obligatorio en las minas. Allí decía: “Entonces morían los indios y
desertaban pero los pueblos eran numerosos y se hacía menos sensible; hoy, en
la extrema decadencia en que se hallan, llega a ser imposible el cumplimiento
de la mita porque no hay indios que las sirvan y deben volver los mismos que ya
la hicieron...".
Denunciaba los
esfuerzos inhumanos a que eran sometidos, los largos y peligrosos caminos que
debían andar para llegar hasta allí. Pedía también el fin de los obrajes,
verdaderos campos de concentración donde se obligaba a hombres y mujeres,
ancianos y niños a trabajar sin descanso. Denunciaba particularmente el
sistema de repartimientos, antecedente del bochornoso pago en especie. La
Audiencia de Lima, compuesta mayoritariamente por encomenderos y mineros
explotadores, ni siquiera se dignó a escuchar sus reclamos.
Túpac fue
entendiendo que debía tomar medidas más radicales y comenzó a preparar la
insurrección más extraordinaria de la que tenga memoria esta parte del
continente.
Los pobres, los
niños de ojos tristes, los viejos con la salud arruinada por el polvo y el
mercurio de las minas, las mujeres cansadas de ver morir en agonías
interminables a sus hombres y a sus hijos, todos comenzaron a formar el
ejército libertador.
La primera tarea
fue el acopio de armas de fuego, vedadas a los indígenas. Pequeños grupos
asaltaban depósitos y casas de mineros. Así, el arsenal rebelde fue creciendo.
Abuelos y nietos se dedicaban a las armas blancas, pelando cañas, preparando
flechas vengadoras. Las mujeres tejían maravillosas mantas con los colores
prohibidos por los españoles. Una de ellas será adoptada como bandera por el
ejército libertador. Tiene los colores del arco iris y aún flamea en los Andes
peruanos.
La independencia
propuesta por Túpac no era sólo un cambio político, implicaba modificar el
esquema social vigente en la América española. Su movimiento produjo una
profunda conmoción en el Perú, grandes transformaciones internas y amplias
resonancias americanas. Decía un pasquín de la época: "muera el mal
gobierno; mueran los ministros falsos, y viva siempre La Plata…. Y mueran como
merecen los que a la justicia faltan y los que insaciables roban con la capa de
aduana".
Los elevados
impuestos y los nuevos repartimientos realizados a la llegada del virrey
Agustín de Jáuregui decidieron a Condorcanqui a comenzar la rebelión. La
ocasión se presentó cuando el obispo criollo Moscoso excomulgó al corregidor de
Tinta, Antonio de Arriaga, individuo particularmente odiado por los
indios. El 4 de noviembre de 1780, Túpac Amaru, con su autoridad de
cacique de tres pueblos, mandó detener a Arriaga, y lo obligó a firmar una
carta donde pedía a las autoridades dinero y armas y llamaba a todos los
pueblos de la provincia a juntarse en Tungasuca, donde estaba prisionero. Le
fueron enviados 22.000 pesos, algunas barras de oro, 75 mosquetes, mulas,
etcétera. Tras un juicio sumario, Arriaga fue ajusticiado en la plaza Tungasuca
el 10 de noviembre, en la misma plaza donde había torturado y enviado al
cadalso a tantos inocentes.
Túpac Amaru emitió
un bando reivindicando para sí la soberanía sobre estos reinos que decía: “los
Reyes de Castilla me han tenido usurpada la corona y dominio de mis gentes,
cerca de tres siglos, pensionándome los vasallos con insoportables gabelas,
tributos, piezas, lanzas, aduanas, alcabalas, estancos, catastros, diezmos,
quintos, virreyes, audiencias, corregidores, y demás ministros: todos iguales
en la tiranía, vendiendo la justicia en almoneda con los escribanos de esta fe,
a quien más puja y a quien más da, entrando en esto los empleos eclesiásticos y
seculares, sin temor de Dios; estropeando como a bestias a los naturales del
reino; quitando las vidas a todos los que no supieren robar, todo digno del más
severo reparo. Por eso, y por los clamores que con generalidad han llegado al
Cielo, en el nombre de Dios Todopoderoso, ordenamos y mandamos, que ninguna de
las personas dichas, pague ni obedezca en cosa alguna a los ministros europeos
intrusos”.
Por donde pasaba el
ejército libertador se acababa la esclavitud, la mita y la explotación de los
seres humanos.
El 18 de noviembre
de 1780 se produjo la batalla de Sangarará. En este primer combate, las fuerzas
rebeldes derrotaron al ejército realista. A partir de entonces, la rebelión
tomó un carácter más radical con un líder a la altura de las circunstancias que
proponía: "Vivamos como hermanos y congregados en solo cuerpo.
Cuidemos de la protección y conservación de los españoles; criollos, mestizos,
zambos e indios por ser todos compatriotas, como nacidos en estas tierras y de
un mismo origen". Unos 100.000 indios en una extensión de 1500
kilómetros, de Salta al Cuzco, se dispusieron a seguir al rebelde.
En uno de sus
manifiestos decía Túpac: “Un humilde joven con el palo y la honda y
un pastor rústico libertaron al infeliz pueblo de Israel del poder de Goliat y
faraón: fue la razón porque las lágrimas de estos pobres cautivos
dieron tales voces de compasión, pidiendo justicia al cielo, que en cortos años
salieron de su martirio y tormento para la tierra de promisión. Mas al fin
lograron su deseo, aunque con tanto llanto y lágrimas. Mas nosotros, infelices
indios, con más suspiros y lágrimas que ellos, en tantos siglos no hemos podido
conseguir algún alivio (...) El faraón que nos persigue, maltrata y hostiliza
no es uno solo, sino muchos, tan inicuos y de corazones tan depravados como son
todos los corregidores, sus tenientes, cobradores y demás corchetes: hombres
por cierto diabólicos y perversos que presumo nacieron del caos infernal y se
sustentaron a los pechos de harpías más ingratas, por ser tan impíos, crueles y
tiranos, que dar principio a sus actos infernales seria santificar... a los
Nerones y Atilas de quienes la historia refiere sus iniquidades... En éstos hay
disculpas porque, al fin, fueron infieles; pero los corregidores, siendo
bautizados, desdicen del cristianismo con sus obras y más parecen ateos,
calvinistas, luteranos, porque son enemigos de Dios y de los hombres; idólatras
del oro y de la plata. No hallo más razón para tan inicuo proceder que ser los
más de ellos pobres y de cunas muy bajas”.
Decía un copla
española anónima de 1870:
“Si triunfaran los indios
nos hicieran trabajar
del modo que ellos trabajan
y cuanto ahora los rebajan
nos hicieran rebajar.
Nadie pudiera esperar
Casa, hacienda ni esplendores,
Ninguno alcanzará honores
Y todos fueran plebeyos:
Fuéramos los indios de ellos
Y ellos fueran los señores.”
El 23 de diciembre
de 1780 se dirigió especialmente a los criollos en una proclama donde les hizo
saber que “viendo el yugo fuerte que nos oprime con tanto pecho [impuestos] y
la tiranía de los que corren con este cargo, sin tener consideración de
nuestras desdichas, y exasperado de ellas y de su impiedad, he determinado
sacudir el yugo insoportable y contener el mal gobierno que experimentamos de
los jefes que componen estos cuerpos, por cuyo motivo murió en público cadalso
el corregidor de Tinta, a cuya defensa vinieron de la ciudad del Cuzco una
porción de chapetones, arrastrando a mis amados criollos, quienes pagaron con
sus vidas su audacia. Sólo siento lo de los paisanos criollos, a quienes ha
sido mi ánimo no se les siga ningún perjuicio, sino que vivamos como hermanos y
congregados en un cuerpo, destruyendo a los europeos”.
Los rebeldes
parecían imparables. Manuel Godoy, estrecho colaborador del rey Carlos IV,
cuenta en sus memorias: “Nadie ignora cuánto se halló cerca de ser perdido, por
los años de 1780 y 1781, todo el Virreinato del Perú y una parte del de la
Plata, cuando alzó el estandarte de la insurrección el famoso Condorcanqui, más
conocido por el nombre de Túpac Amaru”.
La gravedad de la
situación llevó a los virreyes de Lima y Buenos Aires a unir sus fuerzas.
Vértiz y su colaborador, el inefable Marqués de Sobremonte le escribían en
estos términos al virrey del Perú:“ el buen orden y estado pacífico consistiría
en extirpar el ambicioso origen de todos los males que padecen los pueblos,
segando la cabeza del rebelde José…”. La Iglesia, los criollos y los europeos
cerraron filas para enfrentar el peligro.
Túpac entendió
tempranamente que su rebelión no podría triunfar sin el apoyo de criollos y
mestizos, pero los propietarios nacidos en América no se diferenciaban
demasiado de sus colegas europeos. Formaban parte de la estructura social
vigente, que basaba su riqueza en la explotación del trabajo indígena en las
minas, haciendas y obrajes.
Tras el triunfo de
Sangarará, Túpac Amaru cometió el error de no marchar sobre Cuzco, como le
aconsejaba su compañera y lugarteniente Micaela, y regresar a su cuartel
general de Tungasuca, en un intento de facilitar una negociación de paz.
Los virreyes de
Lima y Buenos Aires lograron reunir un ejército de 17.000 hombres al mando del
visitador general, José Antonio Areche, quien llevó adelante una feroz campaña
terrorista de saqueo de pueblos y asesinato indiscriminado de todos sus
habitantes, logrando que muchos desertaran del ejército rebelde y facilitando
la derrota definitiva de los insurrectos.
Con la llegada al
Cuzco del visitador Areche y el inspector general José del Valle la situación
se desequilibró en perjuicio de los rebeldes. Túpac intentó todavía dar un
golpe de mano atacando primero, pero el ejército realista fue advertido por un
prisionero escapado y el golpe fracasó. La noche del 5 al 6 de abril se libró
la desigual batalla entre los dos ejércitos. Según un parte
militar “fueron pasados a cuchillo más de mil y derrotado el resto
enteramente”.
Al verse perdido
Túpac Amaru intentó la fuga, pero fue hecho prisionero -gracias a la traición
de su compadre Francisco Santa Cruz- y trasladado al Cuzco. El visitador Areche
entró intempestivamente en su calabozo para exigirle, a cambio de promesas, los
nombres de los cómplices de la rebelión. Túpac Amaru le contestó con desprecio:
“Nosotros dos somos los únicos conspiradores; Vuestra merced por haber agobiado
al país con exacciones insoportables y yo por haber querido libertar al pueblo
de semejante tiranía. Aquí estoy para que me castiguen solo, al fin de
que otros queden con vida y yo solo en el castigo.”
Túpac fue sometido
a las más horribles torturas durante varios días. Se le ataron las muñecas a
los pies. En la atadura que cruzaba los ligamentos de manos y pies fue colgada
una barra de hierro de 100 libras e izado su cuerpo a 2 metros del suelo
causándole el dislocamiento de uno de sus brazos. Túpac no delató a nadie. Se
guardó para él y la historia el nombre y la ubicación de sus compañeros. El
siniestro visitador Areche debió reconocer el coraje y la resistencia de aquel
hombre extraordinario en un informe al virrey donde dejaba constancia de que a
pesar de los días continuados de tortura, “el inca Túpac Amaru es un
espíritu y naturaleza muy robusta y de una serenidad imponderable”.
El 17 de mayo de
1781 Túpac Amaru fue condenado a muerte. La condena alcanzó a toda su familia
ya que recomendaba que fuera exterminada toda su descendencia, hasta el cuarto
grado de parentesco.
La condena
redactada por el Visitador Areche, era todo un manifiesto ideológico y llegaba
a prohibir todo vestigio de la cultura incaica: “…se prohíben y quitan las trompetas o clarines que usan los indios en
sus funciones, y son unos caracoles marinos de un sonido extraño y lúgubre, y
lamentable memoria que hacen de su antigüedad; y también el que usen y traigan
vestidos negros en señal de luto, que arrastran en algunas provincias, como
recuerdos de sus difuntos monarcas, y del día o tiempo de la conquista, que
ellos tienen por fatal, y nosotros por feliz, pues se unieron al gremio de la
Iglesia católica, y a la amabilísima y dulcísima dominación de nuestros reyes.
Y para que estos indios se despeguen del odio que han concebido contra los
españoles, y sigan los trajes que les señalan las leyes, se vistan de nuestras
costumbres españolas, y hablen la lengua castellana”.
El 18 de mayo de
1781, los rebeldes quedaron expuestos a los “civilizadores”, que los
descuartizaron. A continuación transcribimos textualmente el relato de la
muerte de la familia Túpac Amaru contada por sus asesinos: “El viernes 18 de
mayo de 1781, después de haber cercado la plaza con las milicias de esta ciudad
del Cuzco... salieron de la Compañía nueve sujetos que fueron: José Verdejo,
Andrés Castelo, un zambo, Antonio Oblitas (el que ahorcó al general Arriaga),
Antonio Bastidas, Francisco Túpac Amaru; Tomasa Condemaita, cacica de Arcos;
Hipólito Túpac Amaru, hijo del traidor; Micaela Bastidas, su mujer, y el
insurgente, José Gabriel. Todos salieron a un tiempo, uno tras otro. Venían con
grillos y esposas, metidos en unos zurrones, de estos en que se trae la yerba
del Paraguay, y arrastrados a la cola de un caballo aparejado. Acompañados de
los sacerdotes que los auxiliaban, y custodiados de la correspondiente guardia,
llegaron al pie de la horca, y se les dieron por medio de dos verdugos, las
siguientes muertes: A Verdejo, Castelo, al zambo y a Bastidas se les
ahorcó llanamente. A Francisco Túpac Amaru, tío del insurgente, y a su hijo
Hipólito, se les cortó la lengua antes de arrojarlos de la escalera de la
horca. A la india Condemaita se le dio garrote en un tabladillo con un torno de
fierro... habiendo el indio y su mujer visto con sus ojos ejecutar estos
suplicios hasta en su hijo Hipólito, que fue el último que subió a la horca.
Luego subió la india Micaela al tablado, donde asimismo en presencia del marido
se le cortó la lengua y se le dio garrote, en que padeció infinito, porque,
teniendo el pescuezo muy delgado, no podía el torno ahogarla, y fue menester
que los verdugos, echándole lazos al cuello, tirando de una a otra parte, y
dándole patadas en el estómago y pechos, la acabasen de matar. Cerró la función
el rebelde José Gabriel, a quien se le sacó a media plaza: allí le cortó la
lengua el verdugo, y despojado de los grillos y esposas, lo pusieron en el
suelo. Le ataron las manos y pies a cuatro lazos, y asidos éstos a las cinchas
de cuatro caballos, tiraban cuatro mestizos a cuatro distintas partes:
espectáculo que jamás se ha visto en esta ciudad. No sé si porque los caballos
no fuesen muy fuertes, o porque el indio en realidad fuese de hierro, no
pudieron absolutamente dividirlo después que por un largo rato lo estuvieron
tironeando, de modo que lo tenían en el aire en un estado que parecía una
araña. Tanto que el Visitador, para que no padeciese más aquel infeliz,
despachó de la Compañía una orden mandando le cortase el verdugo la cabeza,
como se ejecutó. Después se condujo el cuerpo debajo de la horca, donde se le
sacaron los brazos y pies. Esto mismo se ejecutó con las mujeres, y a los demás
les sacaron las cabezas para dirigirlas a diversos pueblos. Los cuerpos del
indio y su mujer se llevaron a Picchu, donde estaba formada una hoguera, en la
que fueron arrojados y reducidos a cenizas que se arrojaron al aire y al
riachuelo que allí corre. De este modo acabaron con José Gabriel Túpac Amaru y
Micaela Bastidas, cuya soberbia y arrogancia llegó a tanto que se nominaron
reyes del Perú, Quito, Tucumán y otras partes...”
Dice Valcárcel que
en ese momento el pequeño Fernando Túpac Amaru1 de 10 años de
edad, que fue obligado a presenciar el sacrificio de sus padres y hermanos,
“dio un grito tan lleno de miedo externo y angustia interior que por mucho
tiempo quedaría en los oídos de aquellas gentes...”
Un
documento español titulado “Distribución de los cuerpos, o sus partes, de los
nueve reos principales de la rebelión, ajusticiados en la plaza del Cuzco, el
18 de mayo de 1781” nos exime de todo comentario:
José
Gabriel Túpac-Amaru.
Micaela Bastidas, su mujer.
Hipólito Túpac-Amaru, su hijo.
Francisco Túpac-Amaru, tío del primero.
Antonio Bastidas, su cuñado.
La cacica de Acos.
Diego Verdejo, comandante.
Andrés Castelo, coronel.
Antonio Oblitas, verdugo.
Micaela Bastidas, su mujer.
Hipólito Túpac-Amaru, su hijo.
Francisco Túpac-Amaru, tío del primero.
Antonio Bastidas, su cuñado.
La cacica de Acos.
Diego Verdejo, comandante.
Andrés Castelo, coronel.
Antonio Oblitas, verdugo.
Tinta
La
cabeza de José Gabriel Túpac-Amaru.
Un brazo a Tungasuca.
Otro de Micaela Bastidas, ídem.
Otro de Antonio Bastidas, a Pampamarca.
La cabeza de Hipólito, a Tungasuca.
Un brazo de Castelo, a Surimana.
Otro a Pampamarca.
Otro de Verdejo, a Coparaque.
Otro a Yauri.
El resto de su cuerpo, a Tinta.
Un brazo a Tungasuca.
La cabeza de Francisco Túpac-Amaru, a Pilpinto.
Un brazo a Tungasuca.
Otro de Micaela Bastidas, ídem.
Otro de Antonio Bastidas, a Pampamarca.
La cabeza de Hipólito, a Tungasuca.
Un brazo de Castelo, a Surimana.
Otro a Pampamarca.
Otro de Verdejo, a Coparaque.
Otro a Yauri.
El resto de su cuerpo, a Tinta.
Un brazo a Tungasuca.
La cabeza de Francisco Túpac-Amaru, a Pilpinto.
Quispicanchi
Un
brazo de Antonio Bastidas, a Urcos.
Una pierna de Hipólito Túpac-Amaru, a Quiquijano.
Otra de Antonio Bastidas, a Sangarará.
La cabeza de la cacica de Acos, a ídem.
La de Castelo, a Acamayo.
Una pierna de Hipólito Túpac-Amaru, a Quiquijano.
Otra de Antonio Bastidas, a Sangarará.
La cabeza de la cacica de Acos, a ídem.
La de Castelo, a Acamayo.
Cuzco
El
cuerpo de José Gabriel Túpac-Amaru, a Picchu.
Ídem el de su mujer con su cabeza.
Un brazo de Antonio Oblitas, camino de San Sebastián.
Ídem el de su mujer con su cabeza.
Un brazo de Antonio Oblitas, camino de San Sebastián.
Carabaya
Un
brazo de José Gabriel Túpac-Amaru.
Una pierna de su mujer.
Un brazo de Francisco Túpac-Amaru.
Una pierna de su mujer.
Un brazo de Francisco Túpac-Amaru.
Azangaro
Una
pierna de Hipólito Túpac-Amaru.
Lampa
Una
pierna de José Gabriel Túpac-Amaru, a Santa Rosa.
Un brazo de su hijo a Iyabirí.
Un brazo de su hijo a Iyabirí.
Arequipa
Un
brazo de Micaela Bastidas.
Chumbivilcas
Una
pierna de José Gabriel Túpac-Amaru, en Livitaca.
Un brazo de su hijo, a Santo Tomás.
Un brazo de su hijo, a Santo Tomás.
Paucartambo
El
cuerpo de Castelo, en su capital.
La cabeza de Antonio Bastidas.
La cabeza de Antonio Bastidas.
Chilques y Masques
Un
brazo de Francisco Túpac-Amaru, a Paruro.
Condesuyos de
Arequipa
La
cabeza de Antonio Verdejo, a Chuquibamba.
Puno
Una
pierna de Francisco Túpac-Amaru, en su capital.
Las partes de su
cuerpo fueron colocadas en picas en las ciudades en las que había triunfado el
intento revolucionario.
Pero a pesar de la
barbarie, los asesinos de Túpac Amaru y de su familia ya no podrían descansar
tranquilos. Años después de perpetrada su masacre, en todo el territorio
americano era otro el catecismo que se leía, eran otras las enseñanzas que se
aprendían; la dignidad comenzaba a campear y el habitante originario iba a
acostumbrándose a caminar erguido.
Los revolucionarios
de 1810 serán llamados “tupamaros” por los documentos españoles de la época y
este calificativo será asumido con orgullo por los rebeldes, que lo harán
propio, como lo señala la copla anónima de aquellos años:
Al
amigo Don Fernando
Vaya que lo llama un buey
Porque los Tupamaros
No queremos tener rey.
Vaya que lo llama un buey
Porque los Tupamaros
No queremos tener rey.
Referencias:
1 Fernando Túpac Amaru,
hijo de José Gabriel, fue pasado por debajo de la horca, y desterrado por toda
su vida a uno de los presidios de África.
FUENTE: www.elhistoriador.com.ar
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